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ISSN 1989-4163

NUMERO 137 - NOVIEMBRE 2022

 

Memorias de un Tuno Cuando Woodstock (IV) - La Puesta de Largo

Joaquín Llorens

Al poco de iniciarse el curso tras las Navidades, comencé a acompañar a la tuna en sus serenatas y conciertos, aunque siempre en un discreto segundo plano que no evidenciara mi falta de calidad en canto e instrumentalización. En marzo, nuestro Presidente nos informó que uno de los adinerados de la ciudad había contratado a toda la tuna para que fuéramos a cantar en la puesta de largo de su hija. Aquello prometía ser una de las mejores actuaciones del curso. Estaríamos rodeados de jovencitas ingenuas a las que poder impresionar; el ágape sería de primera y el marqués nos pagaría espléndidamente. Incluso, cabía la posibilidad de que alguno de nosotros estableciera un primer contacto para conseguir una novia oficial” entre las jóvenes de las mejores familias de la ciudad del Turia o, al menos, quedar con ella para otro día en el que no estuviéramos bajo el estricto control parental.

Como era previsible, casi todos los miembros de la tuna de la Facultad nos reunimos a las ocho en el claustro. Éramos unos treinta, como ocurría en las actuaciones más principales. Rasgueando guitarras, laudes, panderetas y bandurrias, y cantando al ir hacia allí, aprovechábamos para rodear a cuanta joven –y no tan joven– guapa que nos íbamos encontrando durante el camino. Pocas se mostraban ofendidas, como siempre. Las más, nos sonreían arreboladas, incapaces de seguir hacia su destino hasta que no terminábamos la estrofa y proseguíamos nuestro camino.

Un cuarto de hora después, el Presidente, como siempre, daba los aldabonazos en la recia puerta de madera mientras los demás nos hacíamos notar, y mucho, en la calle. Los vecinos salían a los balcones con la curiosidad de averiguar a quién tocaba aquella numerosa tuna. Era parte de la gracia de contratarnos. Un alarde de riqueza como hoy sería el de contratar un grupo de música para el jardín. Al cabo, un sirviente con librea nos hizo pasar al zaguán y nos acompañó mientras seguíamos tocando música hasta el primer piso, donde nos dio paso a una sala enorme de techos estucados y paredes pintadas en el que ya se encontraba un grupo de unas veinte jovencitas vestidas con trajes de noche algo recargados y peinados recién salidos de la peluquería y acompañadas por algunos padres y madres. Durante tres canciones paseamos alrededor de la sala, deteniéndonos cada vez frente a la que debía ser la hija del anfitrión, cosa que se pudo deducir de inmediato ya que, en cuanto pisamos la sala, las miradas de todos los presentes se dirigieron a una jovencita, muy delgada y algo bajita que se encontraba acompañada por una pareja. Él debía rondar los cincuenta años, cano, vestido con un chaqué a medida y ella, una mujer de unos treinta y pico de años, con joyas en cuello y brazos, que brillaban con el fulgor de lo auténtico. La niña no valía gran cosa, pero la madre era una real hembra, con una larga melena oscura, labios gruesos y sensuales y una mirada perturbadora. Terminamos la tercera canción frente a la familia de la homenajeada.

En seguida, el propio dueño de la casa se acercó hasta nosotros y preguntó quién dirigía la tuna. El “maño” se adelantó y charló unos momentos con él. Mientras, mi mirada se cruzó con la de la mujer. Me dirigió una sonrisa que parecía más que de amabilidad. Yo le guiñé un ojo. Al cabo,el “maño” regresó al grupo y nos dijo que descansaríamos diez minutos; rato que aprovechamos para poder comer con voracidad de tuno todas aquellas delicias gastronómicas que adornaban una mesa en la que cabrían sentados al menos treinta comensales. Luego tocaríamos durante otra media hora.

Mis compañeros comenzaron a desperdigarse por la sala y comenzaron a realizar los habituales requiebros a jóvenes y señoras, con el gracejo y desparpajo que siempre ha caracterizado a los “tunantes”.

Por mi parte, yo estaba impresionado por la hermosura de la madre y su aspecto de mujer apasionada y la seguía con mis ojos con toda la discreción de que era capaz. Al poco, mientras con otros cuatro parloteábamos con un grupito de jovencitas, observé cómo, tras buscarme con la mirada, me lanzó de nuevo aquella sonrisa insinuante y, tras decir algo al oído de su marido, se dirigió hasta una puerta tras la que desapareció. Miré a mi alrededor y nadie parecía haberse dado cuenta, así que seguí sus pasos y traspasé aquella puerta, que resultó dar a la cocina.

Allí había un grupo de siete cocineras afanándose en preparar aún más delicias, pero la atractiva mujer no estaba allí. Vi que, al fondo de la cocina había otra puerta. Ni corto ni perezoso, me dirigí allí y la abrí. Se trataba de un office donde, entre los pasteles ya preparados para servirse al final, descubrí a la mujer. Tras un pequeño susto al verme, se tranquilizó al reconocer mi ropa y me preguntó que qué hacía allí. Pero su boca sonreía y su mirada parecía invitarme. Sin pensármelo dos veces, le dije que buscarla, que su belleza me había perturbado, que era la mujer más bella que había visto en toda mi vida. Ella protestó, pero con la boca pequeña, que seguía sonriendo. Le dije que si me diera un beso lo recordaría toda mi vida y que sería su siervo para toda la eternidad. No digas tonterías, contestó. Durante el intercambio de palabras me había ido acercando y, cuando terminó su protesta, la agarré suavemente de la cintura y la besé. No se resistió, sino que, al poco, su boca se abrió generosa. Mientras continuaba en un beso interminable, comencé a acariciarle el culo. La mujer comenzó a jadear quedamente y yo, a envalentonarme. Seguí besándola y bajé mis labios hasta su cuello a la vez que mi mano libre tomó posesión de su seno. La mujer estaba evidentemente excitada y empecé a sobar sus más recónditos lugares. En mi calenturienta cabeza ya estaba pensando en cómo quedar con ella para otro día y completar una faena que prometía ser histórica en los anales de la tuna valenciana.

En ese momento se abrió la puerta y, ante mis aterrorizados ojos, me encontré ante el mismísimo marido. Nos separamos de inmediato como si nos hubieran dado una descarga eléctrica de mil voltios. El hombre, sin mirarme siquiera, comenzó a gritarle entre balbuceos a su mujer: “Tú…, tú…, ¡eres una puta, una zorra! Yo, confieso con algo de vergüenza, salí de allí como una exhalación y me dirigí al salón como si los epítetos del hombre a su mujer dieran alas a mis pies.

Afortunadamente, cuando entré, nadie había escuchado los gritos, así que la fiesta transcurría con completa normalidad. De inmediato me junté en uno de los grupos algo alejados, parapetándome tras ellos de la puerta por la que tan intrépidamente había entrado y por la que había salido con el rabo entre las piernas.
Durante dos minutos mi corazón estuvo palpitando de un modo tan agitado que me parecía mentira que nadie se diera cuenta. En estas, se abrió la puerta y golpeó con estrépito contra la pared y el marido salió como una tromba con el rostro como la grana. La sala quedó en silencio. El hombre, durante unos segundos recorrió la sala con su vista. Con pánico, supuse que buscándome, pero no lo consiguió. Con aquellos vestidos negros todos parecíamos el mismo para quien no nos conociera.

Al cabo, comenzó a gritar: ¡Sinvergüenzas, canallas! ¡Cabrones! ¡Fuera de aquí, patanes!, siguió mientras agarraba de la camisa al primer tuno que encontró y lo empujaba. ¡Desgraciados! ¡Que no os vuelva a ver en mi vida! Aquel hombre había perdido completamente el oremus y gritaba enloquecido expulsando babas por la boca como si tuviera un ataque de epilepsia. Tras el primer momento de sorpresa, nos miramos unos a los otros con estupor; todos, con mi excepción. El “maño” acertó a decir: Pero si aún no hemos terminado de comer. ¿De comer, dices, cabrón? Hijo putas, que sois unos hijos de puta.

 Ante el furor de aquel cornudo, salimos rápidamente de la lujosa casa. Al cruzar el umbral miré en dirección a la hija del hombre, que lloraba histéricamente y era consolada discretamente por varias de sus amigas.

Cuando nos encontramos en la calle, todos se preguntaban qué habría pasado, qué mosca le habría picado al marqués. Nadie parecía comprenderlo y yo me guardé muy mucho de explicarlo, porque aquello hubiera supuesto, no sólo mi expulsión de la tuna, sino probablemente un grave riesgo para mi integridad física. ¡Un novato haber provocado tamaño lio! Impensable.

Ya a solas en la residencia, tumbado en la cama a oscuras, me congratulé de haber salido indemne de aquella aventura, pero una sonrisa de jactanciosa juventud me cruzaba la cara. ¡Lástima que no se lo podía contar a nadie y que tampoco había conseguido una cinta “de conquista” para mi capa!

Aún hoy día lamento no haber degustado hasta el final a aquella ardorosa mujer, pero, con los años, comprendí que mi proceder fue imperdonable: convertí el que tenía que haber sido uno  de los días más felices de aquella jovencita en un recuerdo horroroso y también concluí que aquella hermosa mujer debía ser profundamente infeliz en su matrimonio para haber accedido con tanta facilidad y ansia a las pretensiones de un imberbe jovencito como yo. Por mi parte, y sin provocación alguna más que la de satisfacer mis instintos y mi jactancia, cree un serio problema en aquella pareja cuyo desenlace prefiero no conocer, ya que, en aquellos años una infidelidad pública solía tener tremendas consecuencias.

 

 

 

 


 

 

Memorias de un tuno

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
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